Hay despertares terribles que hacen aflorar
a los monstruos que llevamos dentro. Algunos de ellos, pequeños e irritantes,
se alzan a la llamada de la frustración con un grito agudo de desaliento. Son
aquellos malos humores que nos chorrean por las mañanas cuando un imbécil nos
cierra el paso con su coche; o la rabia dentuda que nos chirría cuando abrimos
una carta en la que encontramos una factura que no podemos pagar; son las
insidiosas telarañas que no nos dejan dormir por la noche porque otra vez nos
hemos quedado parados; o las tentaculares ganas de beber que nos estrangulan
cuando otro problema más llama a nuestra puerta. A esos pequeños monstruos
todos los conocemos y, con el tiempo, aprendemos a vivir con ellos o, lo que es
lo mismo, maduramos, eufemismo manido que siempre nos huele a fruta podrida.
El despertar se produce gracias a un
estímulo más o menos ruidoso. Puede ser el timbre de nuestro despertador que
nos recuerda que hemos de seguir corriendo en la ruedecilla de hámster de
nuestra vida; o puede ser la silenciosa mirada del extraño legañoso que nos
mira desde el espejo cada mañana y que cada vez se parece más a nuestro padre o
madre a los que tanto llegamos a despreciar en nuestra juventud no tan lejana.
El monstruo puede abrir sus ojillos al
sonido de las puertas que se cierran ante nosotros año tras año y puede llegar
a levantarse furibundo cuando otra vez se ríen de nosotros los jefecillos
autocráticos, los políticos corruptos, los vecinos afortunados, los directores
de bancos, alocados e inocentes jóvenes botelloneros, compañeros de trabajo que
promocionan a nuestra costa; haciendas públicas que te dejan las sobras
mensuales de tu sueldo como una limosna inmerecida; médicos que no saben
decirte porqué sigues teniendo ese dolor en el costado.
El monstruo que llevamos dentro puede
despertarse de muchas maneras pero casi siempre vuelve a dormirse por
aburrimiento existencial. Nosotros no queremos que nuestro monstruo vegete, a
nosotros nos gusta que despierte rabioso cada día negándose a la resignación
impuesta en la letanía del “no nos
podemos quejar”. Sí, queremos quejarnos, queremos que nuestro irreverente
monstruo punkarra se ponga las Doctor Martens para bailar dando saltos en la
carnicería diaria de nuestra vida y si de camino se pisa algún cayo rancio,
mejor que mejor. No queremos vivir dormidos ante la narcotizante realidad que
nos obligan a aceptar, queremos ser los “no muertos”, los que no se doblegan a
la Santa Muerte, los zombies que, más que cicatrices o despojos, cada vez
tienen más canas pero que no quieren dejar de llorar a lágrima viva cuando una
bella canción les arrebata el corazón.
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