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jueves, 20 de marzo de 2014

Despertares



Hay despertares terribles que hacen aflorar a los monstruos que llevamos dentro. Algunos de ellos, pequeños e irritantes, se alzan a la llamada de la frustración con un grito agudo de desaliento. Son aquellos malos humores que nos chorrean por las mañanas cuando un imbécil nos cierra el paso con su coche; o la rabia dentuda que nos chirría cuando abrimos una carta en la que encontramos una factura que no podemos pagar; son las insidiosas telarañas que no nos dejan dormir por la noche porque otra vez nos hemos quedado parados; o las tentaculares ganas de beber que nos estrangulan cuando otro problema más llama a nuestra puerta. A esos pequeños monstruos todos los conocemos y, con el tiempo, aprendemos a vivir con ellos o, lo que es lo mismo, maduramos, eufemismo manido que siempre nos huele a fruta podrida.


El despertar se produce gracias a un estímulo más o menos ruidoso. Puede ser el timbre de nuestro despertador que nos recuerda que hemos de seguir corriendo en la ruedecilla de hámster de nuestra vida; o puede ser la silenciosa mirada del extraño legañoso que nos mira desde el espejo cada mañana y que cada vez se parece más a nuestro padre o madre a los que tanto llegamos a despreciar en nuestra juventud no tan lejana.
El monstruo puede abrir sus ojillos al sonido de las puertas que se cierran ante nosotros año tras año y puede llegar a levantarse furibundo cuando otra vez se ríen de nosotros los jefecillos autocráticos, los políticos corruptos, los vecinos afortunados, los directores de bancos, alocados e inocentes jóvenes botelloneros, compañeros de trabajo que promocionan a nuestra costa; haciendas públicas que te dejan las sobras mensuales de tu sueldo como una limosna inmerecida; médicos que no saben decirte porqué sigues teniendo ese dolor en el costado.


El monstruo que llevamos dentro puede despertarse de muchas maneras pero casi siempre vuelve a dormirse por aburrimiento existencial. Nosotros no queremos que nuestro monstruo vegete, a nosotros nos gusta que despierte rabioso cada día negándose a la resignación impuesta en la letanía del  “no nos podemos quejar”. Sí, queremos quejarnos, queremos que nuestro irreverente monstruo punkarra se ponga las Doctor Martens para bailar dando saltos en la carnicería diaria de nuestra vida y si de camino se pisa algún cayo rancio, mejor que mejor. No queremos vivir dormidos ante la narcotizante realidad que nos obligan a aceptar, queremos ser los “no muertos”, los que no se doblegan a la Santa Muerte, los zombies que, más que cicatrices o despojos, cada vez tienen más canas pero que no quieren dejar de llorar a lágrima viva cuando una bella canción les arrebata el corazón.

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