The snake smile glows in the dark
Biting and chewing the bones
Of an old elephant.
Jungle
Party. The Bloop
Cuando veo a mi hijo sentado en el suelo
jugando con sus cochecitos de plástico me pregunto cuánto tiempo conseguiré
mantener su inocencia intacta. Me pregunto también cómo voy a conseguir
prepararlo para lo que se le viene encima. El juego inocente que practica,
absorto, no es más que una representación infantil de su vida futura: los
dinosaurios que aplastan los bloques de su arquitectura de madera, entre gritos
y onomatopeyas explosivas, se convertirán en grises ejecutivos que, en una sala
de reuniones muy lejos de su casa, decidirán qué clase de condena deberá
cumplir para poder tener un hogar para su familia. Establecerán
milimétricamente el interminable número de días que la deberá padecer, los
castigos que sufrirá si no cumple las condiciones por las que ha caído en sus
manos, la porción de felicidad que deberá perder cada mes, los trabajos
forzados que tendrá que realizar. Pienso con tristeza si debo enseñarle a ser
libre o lo adiestro mejor en la infinita paciencia que debe tener para
sobrevivir en una jungla llena de depredadores.
Miro sus tiernas carnes suaves y rosadas y
pienso en terribles seres con horrendos colmillos de avaricia y usura. Seres
que se esconden en los entresijos y lianas que se tejen con la vida actual y
futura de muchos niños que son y fueron. Cuando lo veo dibujar imágenes llenas
de color e imaginación reflexiono sobre el sentido de la vida, de la jungla, y
me pregunto si lo que aprende en el colegio no es otra forma de esclavitud
enmascarada en miles de conocimientos que auguran una autonomía personal que no
existirá nunca porque alguien con cabeza y alma de orangután lo contratará para
desempeñar una labor que no será otra que enriquecer a los señores de la selva.
Llegarán individuos que lo engañarán
diciéndole que su casa se puede quemar o podría salir volando en un improbable
huracán; que su vida será larga y tendrá que prever cuando sea viejo y tenga
que subsistir sin trabajo y sin pensión, mientras se frotan las manos pensando
en los despojos de sus ahorros con una libidinosa sonrisa de codicia en los
labios. Otros habrá que le convenzan de que necesitará un coche auténtico, no
como esos con los que juega; un coche que vuele como el viento y que lo pueda
llevar tan lejos como su deseo de libertad le exija, un coche que le
proporcionará la hombría que todo el mundo espera que tenga. Para ello sólo
tendrá que sacrificar poco a poco su vida en el altar custodiado por
insaciables tigres con cuentas de beneficios.
Le convencerán de que sin ese aparato de
última generación es un don nadie que no tiene derecho a vivir, como uno más,
la época a la que pertenece. Que no pertenece a ninguna época ni lugar que no
se pague mediante Visa o American Express pero, eso sí, si llegara a querer ser
el feliz poseedor de algún mágico plástico sólo tendrá que vender su alma al
demonio que custodia las puertas de la Dicha. Pagará religiosamente cada
céntimo que se le pida para sostener el intrincado andamiaje de un mundo verde
oscuro, oscuro como la sangre seca.
Anónimos animales salvajes le prohibirán divertirse,
no podrá volver a jugar nunca más, no podrá desperdiciar su tiempo al lado de
sus hijos o en alguna otra actividad que no sea fructífera para el crecimiento
exponencial de la selva que nos rodea. A no ser, claro, que sea como juguete
entre las afiladas garras de agentes de bolsa sin escrúpulos. Ellos sí,
jugadores despiadados, divirtiéndose con su ajedrez únicamente compuesto de
peones de un solo color, el color universal del insignificante.
Las pocas veces que tengo tiempo de verlo
jugar con sus amigos en el parque de al lado, pienso en lo poco que dura esa
camaradería infantil, los empujones y carreras en pos de una inocente pelota, y
qué pronto lucharán de veras en la arena de la vida, unos contra otros, para
arrebatarse la pesada cadena de un trabajo remunerado.
Mientras lo veo jugar siento una tristeza
infinita porque, aunque mi corazón ya fue devorado, no dejo de pensar la manera
de salvarlo a él.
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