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jueves, 10 de abril de 2014

Merienda de negros en la fiesta selvática

The snake smile glows in the dark
Biting and chewing the bones
Of an old elephant.
Jungle Party. The Bloop



Cuando veo a mi hijo sentado en el suelo jugando con sus cochecitos de plástico me pregunto cuánto tiempo conseguiré mantener su inocencia intacta. Me pregunto también cómo voy a conseguir prepararlo para lo que se le viene encima. El juego inocente que practica, absorto, no es más que una representación infantil de su vida futura: los dinosaurios que aplastan los bloques de su arquitectura de madera, entre gritos y onomatopeyas explosivas, se convertirán en grises ejecutivos que, en una sala de reuniones muy lejos de su casa, decidirán qué clase de condena deberá cumplir para poder tener un hogar para su familia. Establecerán milimétricamente el interminable número de días que la deberá padecer, los castigos que sufrirá si no cumple las condiciones por las que ha caído en sus manos, la porción de felicidad que deberá perder cada mes, los trabajos forzados que tendrá que realizar. Pienso con tristeza si debo enseñarle a ser libre o lo adiestro mejor en la infinita paciencia que debe tener para sobrevivir en una jungla llena de depredadores.




Miro sus tiernas carnes suaves y rosadas y pienso en terribles seres con horrendos colmillos de avaricia y usura. Seres que se esconden en los entresijos y lianas que se tejen con la vida actual y futura de muchos niños que son y fueron. Cuando lo veo dibujar imágenes llenas de color e imaginación reflexiono sobre el sentido de la vida, de la jungla, y me pregunto si lo que aprende en el colegio no es otra forma de esclavitud enmascarada en miles de conocimientos que auguran una autonomía personal que no existirá nunca porque alguien con cabeza y alma de orangután lo contratará para desempeñar una labor que no será otra que enriquecer a los señores de la selva.
Llegarán individuos que lo engañarán diciéndole que su casa se puede quemar o podría salir volando en un improbable huracán; que su vida será larga y tendrá que prever cuando sea viejo y tenga que subsistir sin trabajo y sin pensión, mientras se frotan las manos pensando en los despojos de sus ahorros con una libidinosa sonrisa de codicia en los labios. Otros habrá que le convenzan de que necesitará un coche auténtico, no como esos con los que juega; un coche que vuele como el viento y que lo pueda llevar tan lejos como su deseo de libertad le exija, un coche que le proporcionará la hombría que todo el mundo espera que tenga. Para ello sólo tendrá que sacrificar poco a poco su vida en el altar custodiado por insaciables tigres con cuentas de beneficios.

Le convencerán de que sin ese aparato de última generación es un don nadie que no tiene derecho a vivir, como uno más, la época a la que pertenece. Que no pertenece a ninguna época ni lugar que no se pague mediante Visa o American Express pero, eso sí, si llegara a querer ser el feliz poseedor de algún mágico plástico sólo tendrá que vender su alma al demonio que custodia las puertas de la Dicha. Pagará religiosamente cada céntimo que se le pida para sostener el intrincado andamiaje de un mundo verde oscuro, oscuro como la sangre seca.



Anónimos animales salvajes le prohibirán divertirse, no podrá volver a jugar nunca más, no podrá desperdiciar su tiempo al lado de sus hijos o en alguna otra actividad que no sea fructífera para el crecimiento exponencial de la selva que nos rodea. A no ser, claro, que sea como juguete entre las afiladas garras de agentes de bolsa sin escrúpulos. Ellos sí, jugadores despiadados, divirtiéndose con su ajedrez únicamente compuesto de peones de un solo color, el color universal del insignificante.
Las pocas veces que tengo tiempo de verlo jugar con sus amigos en el parque de al lado, pienso en lo poco que dura esa camaradería infantil, los empujones y carreras en pos de una inocente pelota, y qué pronto lucharán de veras en la arena de la vida, unos contra otros, para arrebatarse la pesada cadena de un trabajo remunerado.

Mientras lo veo jugar siento una tristeza infinita porque, aunque mi corazón ya fue devorado, no dejo de pensar la manera de salvarlo a él.


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